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Verdades como puños

El lugar de las mujeres ha cambiado, al menos en el mundo occidental y pese a estar lejos aún de la agenda de la tercera ola del feminismo en lo que a la igualdad se refiere. Surgen cambios a nivel del discurso que provocan nuevas formas de administrar espacios, tareas, atributos, y generan fantasmas inéditos e impactos subjetivos.

“La feminización del mundo” es una expresión que da cuenta de un orden nuevo en la civilización, que pasa del imperio del Nombre del Padre al principio de la lógica del goce femenino, goce enigmático para hombres y mujeres, y que hace de cada una, otra para sí misma. Volverse un hombre o una mujer implica diferentes modalidades de deseo y de goce. No hay entre el hombre y la mujer ningún acuerdo ni armonía, nada preestablecido, sino librado al azar del encuentro o del desencuentro.

Una mujer ya puede tratar de rivalizar con los hombres en el acceso a todas las formas de goce fálico, “hacer de hombre”, emplearse en el desafío histérico, identificarse con el hombre en su tener o en su falta. Pero hacerlo como los hombres no la hace mujer.

En ocasiones, puede sentir que al no poder ser La mujer solo le queda ser una mujer elegida por un hombre. Una absolutización del amor la empuja a una búsqueda o demanda insaciable, a un amor sin medida, a darlo todo con el fin de ser todo para el hombre. Del lado femenino encontramos dos axiomas: para gozar es preciso amar y el hombre debe hablar. Para gozar necesita un hombre que le hable, que exprese su falta con palabras, palabras de amor.

El hombre necesita, según su modo de gozar, que la pareja responda a un modelo, el fetiche. Del lado masculino encontramos más bien lo acotado del goce fálico, localizado y contabilizado, y el rebajamiento o la degradación de la vida amorosa, El amor implica confesar una falta, pero la verdad en ocasiones no es una palabra de amor. La tendencia destructiva es inherente al ser que habla, que en determinadas circunstancias no encuentra nada mejor que la violencia para hacer que un amor sea creíble. El acto violento viene al lugar de una palabra imposible de decir.

Los diversos profesionales (psicólogos, educadores, asistentes sociales, etc.) que hemos estado cerca de personas que han sufrido algún tipo de violencia, sabemos que adquiere variedad en sus formas, tanto al ejercerla como al sufrirla. J.P. Sartre en una de sus frases más contundentes afirma que “es el torturado, el que en la tortura decide libremente que no da más”. De ahí la importancia de saber escuchar cuando un sujeto ha llegado a ese punto, o todavía enganchado a la situación, no hace más que dar vueltas.

Durante muchos años de trabajo en un Área de Servicios Sociales (tanto a nivel asistencial como de supervisión) y últimamente en supervisiones grupales en RAP - Red de Atención Psicoanalítica - hemos podido comprobar un factor que puede dar cuenta de la posición en la que se encuentra el sujeto en relación a su padecimiento.

Cuando una mujer (en violencia de género el porcentaje más alto es de mujeres) dice que no entiende nada de lo que le ocurre, que lo que le pasa no tiene nada que ver con ella, es decir que no quiere o no puede preguntarse en absoluto por su implicación en la situación de maltrato, tiene más posibilidades de repetirla, ya sea volviendo con su pareja o eligiendo otra con los mismos rasgos de violencia y maltrato.

En cambio la que sufriendo una situación similar se pregunta sobre su participación, dice que quizás en algo tiene que ver con ella, tiene más posibilidades de acceder a un saber sobre lo que hizo que llegara a esa situación, a esa elección, y así poder evitar repetirla. De ahí la importancia de no “victimizar”, ni “desculpabilizar” o “desresponsabilizar” tan rápidamente.

James Rhodes en su libro Instrumental dice acerca del victimismo: “Se trata de una adicción que resulta más destructiva y peligrosa que cualquier droga, que casi nunca se reconoce, de la que se habla aún menos... Es todo un arte, una identidad, un estilo de vida que te brinda una infinita e inagotable capacidad de sufrimiento”.

Desde el psicoanálisis lacaniano se afirma que entre hombres y mujeres hay un “muro”, el muro del lenguaje. ¿Permite la experiencia analítica en tanto toca lo real de la palabra que se encarna tender puentes?

 

Gabriela Galarraga. Psicóloga Clínica y Psicoanalista de la unidad de Psicología Clínica del Instituto Médico Tecnológico. Miembro fundador de la Red de Atención Psicoanalítica (RAP).

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